Votar por convicción, no por resignación

Por Adriana Varillas


 

Los resultados de la elección del domingo pasado para renovar al Congreso de Quintana Roo, son fácilmente entendibles.

Participó apenas un 22 por ciento, lo cual significa que el otro 78 por ciento eligió no acudir a las urnas. De ese tamaño es el abismo que enfrenta nuestra democracia, cada vez más simulada.

Lo que vimos el dos de junio pasado, fue que a un millón 248 mil personas con posibilidades de votar en el estado, le importó lo mismo la elección, que a los partidos políticos y a sus alianzas perversas y contradictorias, ofrecer candidatos y propuestas atractivas, creativas, creíbles, novedosas y elevar el nivel de representación existente en la Legislatura.

Claro, para la clase política ha sido más fácil culpar a la ciudadanía de apatía y desinterés, que asumir que viven de los recursos públicos sin preparar nuevos cuadros, sin capacitarles, sin asegurarse de formar a mujeres y hombres para desempeñar las tareas más nobles dentro del servicio público, para beneficio de la población y no de sus propios intereses, reclutando figurines populares, muchas veces profundamente ignorantes; aprovechando carteras clientelares, pagando favores y fungiendo como agencia de colocación.

Los resultados de la elección del domingo pasado, eran previsibles. El proceso electoral fue invisible para el común de la población y acaso de los más aburridos y grises de los que se tenga memoria.

Empezando por las coaliciones bizarras entre partidos como el PRD y Encuentro Social, cuya agenda es brutalmente distinta y contrapuesta, pasando por Morena, hermanado con el Partido Verde, al que combatió en el pasado y llamó “la mafia del poder”.

De ahí, candidatos reciclados que saltan de un partido político a otro; figuras desacreditadas que enfrentaron procesos administrativos o penales; personajes sobre quienes pesaron acusaciones delicadas; integrantes del Congreso actual, que pese a su pobre papel, tuvieron la osadía de buscar la reelección.

Discursos baratos, llenos de lugares comunes y frasecillas huecas; promesas sin sustento, sonrisas de ocasión, blusas o camisas arremangadas, expresiones de falsa afectividad que rayan en lo grotesco para la foto y la selfie obligada de acuerdo a los nuevos tiempos y mucha, mucha ignorancia, en muchos, muchos de los candidatos.

Pese a sus piruetas y “machincuepas”, el proceso y sus candidatos y sus partidos y sus coaliciones bizarras y sus promesas, pasaron de largo. Tan de largo, que sólo alcanzó para un 22 por ciento de asistencia a las urnas.

El 78 por ciento restante, decidió no participar del teatro. Sería aventurado afirmar que hubo una reflexión y un análisis previo a esa ausencia.

Sin embargo, es tan de sentido común y tan desastrosamente simple, como que no les importó, porque nada ganan y nada pierden con un resultado que forma parte de una democracia simulada, en crisis, en la que salir a votar tampoco se vuelve una garantía.

Es tan grave nuestro abismo, que elegir “al menos peor, entre lo peor”, se nos ha vuelto costumbre, olvidando que se vota por convicción, no por resignación.

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