Por Adriana Varillas
Desconcertante, por decir lo menos, es la postura personal que el presidente de la República, Andrés Manuel López Obrador, fijó respecto al recale masivo del sargazo y de los efectos dramáticos y graves que su acumulación y descomposición en las playas de Quintana Roo, tienen para el ecosistema costero, es decir, la duna, los pastos marinos, el agua, los arrecifes y la fauna marina.
Primero en Tulum, el domingo pasado, y luego ayer, en la llamada “mañanera” que se realizó por primera vez en Cancún, el mandatario federal afirmó que, contrario a lo que otros dicen, el tema del sargazo en el Caribe Mexicano no es tan grave; que es un asunto menor que le fue heredado -como otros problemas- para cuestionar su gobierno e incluso, que se decretaron declaratorias de emergencia o alerta de forma irresponsable, con el afán de hacer negocio y evadir los procesos de licitación.
Cuestionado en varias ocasiones acerca de su errática opinión, López Obrador, consecuente con su personalidad, insistió -sin evidencia científica alguna- en minimizar el tema, que constituye una de las principales amenazas ambientales, turísticas, económicas y sociales que enfrenta la entidad.
Ocurre que la población vive directa o indirectamente de la calidad de sus paisajes, de la belleza de sus playas, de las tonalidades de azul turquesa del mar, del arrecife que necesita de aguas claras y limpias para tener corales sanos y de los millones de turistas, nacionales o internacionales que invierten su dinero en vacacionar aquí, atraídos por ese conjunto de riquezas insustituibles, únicas y altamente frágiles.
El presidente que no miente y no engaña, no está exento de equivocarse y no le vendría mal, de vez en vez, reconocerlo y rectificar, porque aunque él se apegue a sus creencias y convicciones, al menos en este caso, la naturaleza y la realidad, tienen otros datos.
Documentado está, científicamente, que tan sólo en 2018 murieron organismos de 78 especies de fauna marina, derivado del arribo de amplios volúmenes de macroalgas y de su descomposición, que genera líquidos tóxicos que, a su vez, contaminan el acuífero subterráneo o provocan una marea café que poco a poco ha suplantado los azules del mar.
Ni hablar de los cambios en la composición de la playa arenosa, cuyas orillas han comenzado a empatanarse en los puntos más críticos de recale de sargazo.
López Obrador debió preguntar a los empleados de hoteles, restaurantes y marinas, del impacto del sargazo en sus vidas; de cómo les descuentan sueldos, de cómo los descansan obligatoriamente porque no hay para pagarles completo so pretexto de la reducción de la ocupación hotelera o de cómo de un día a otro tuvieron que sumarse a la limpieza de las macroalgas.
Debió preguntar a los pequeños hoteleros que no ven cómo sacar adelante su operación diaria, que son presa de la angustia al momento de las quincenas, que escuchan cómo el huésped les exige la devolución de su dinero al encontrar una playa bañada en sargazo y no en arena blanca y agua cristalina; al dueño que se ahoga en impuestos y en cero compensaciones.
Si bien se presentó finalmente la estrategia para atender la crisis, López Obrador eligió mal el lugar para minimizar un tema tan sensible y evidente. Y se equivocó, porque para su desgracia, la naturaleza y la realidad, también tienen otros datos.
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